Y si te toca llorar, es mejor frente al mar
agosto 25, 2011 Publicado en Arte Lifestyle Punto de VistaEn lo alto del tercer poste, Arthur se detuvo a tomar un respiro. Estaba sofocado y con mucho calor, porque cada poste medía unos quince o veinte metros. El mundo parecía girar vertiginosamente a su alrededor, pero eso no le inquietaba mucho. Sabía que, lógicamente, no moriría hasta que llegase a Stavrómula Beta, por lo que había adoptado una despreocupada actitud ante las situaciones de extremo peligro personal. Sentía cierto vértigo encaramado en lo alto de un poste a veinte metros de altura, pero lo combatió comiéndose un bocadillo. Estaba a punto de embarcarse en la lectura de las fotocopias que contaban la vida de la adivina, cuando sufrió un fuerte sobresalto al oír una tosecilla a su espalda.
Se volvió con tal brusquedad que soltó el bocadillo, y éste cayó dando vueltas por el aire y pareció bastante pequeño cuando aterrizó en el suelo.
A diez metros detrás de él había otro poste y, entre las tres docenas que formaban aquel bosque de postes dispersos, era el único cuya cima estaba ocupada. Por un anciano que, a su vez, parecía ocupado en profundos pensamientos que le hacían fruncir el entrecejo.
– Disculpe – dijo Arthur. El anciano no le hizo caso. Quizá no le oyó. Había un poco de brisa. Arthur había oído la tosecilla por pura casualidad.
– ¿Oiga? – gritó Arthur -. ¡Oiga!
El anciano desvió al fin la vista hacia él. Pareció sorprendido de verlo. Arthur no sabía si estaba sorprendido y contento de verlo, o sólo sorprendido.
– ¿Está abierto? – le preguntó Arthur.
El anciano arrugó el ceño sin comprender. Arthur no sabía si es que no le entendía o no le oía.
– Voy para allá. No se vaya.
Bajó a gatas de la estrecha plataforma y descendió rápidamente por los tacos en espiral. Al llegar al suelo estaba completamente mareado.
Se dirigió al poste en el que estaba sentado el anciano y de pronto se dio cuenta de que el descenso le había desorientado y ya no estaba seguro de cuál era.
Miró alrededor en busca de algún punto de referencia y lo encontró.
Trepó. No era aquél.
– ¡Maldita sea! – exclamó -. ¡Disculpe! – repitió dirigiéndose al anciano, que ahora se encontraba justo delante de él, a unos doce metros de distancia -. Me he despistado. En un momento estoy con usted.
Volvió a bajar, molesto y con mucho sofoco.
Cuando llegó, sudando y jadeante, a lo alto del poste que con toda seguridad era el bueno, se dio cuenta de que, por lo que fuese, el anciano le estaba tomando el pelo.
– ¿Qué quieres? – le gritó malhumorado el anciano, sentado ahora en lo alto del poste en el que, según reconoció Arthur, se había estado comiendo el bocadillo.
– ¿Cómo ha llegado hasta ahí? – le preguntó Arthur, pasmado.
– ¿Crees que te voy a decir así, por las buenas, lo que me ha costado descubrir cuarenta primaveras, veranos y otoños de estar sentado en lo alto de un poste?
– ¿Y los inviernos?
– ¿Qué pasa con los inviernos?
– ¿En invierno no se sienta en ningún poste?
– Sólo porque me pase sentado en un poste la mayor parte de la vida no significa que sea un imbécil. En el invierno me voy al Sur. Tengo una casa en la playa. Me siento en la chimenea.
– ¿Puede dar un consejo a un viajero?
– Sí. Que se consiga una casa en la playa.
– Entiendo.
El anciano miró al cálido, seco y árido paisaje. Desde donde estaba, Arthur apenas alcanzaba a ver a la anciana, una mancha diminuta en la distancia, que brincaba de un lado para otro cazando moscas.
– ¿La ves, – preguntó de pronto el anciano?
– Sí. En realidad, la he consultado.
– ¡Mucho que sabe ésa! Me quedé con la casa de la playa porque ella la rechazó. ¿Qué consejo te dio?
– Que hiciese exactamente lo contrario de lo que ella había hecho.
– En otras palabras, que te busques una casa en la playa.
– Supongo que sí. Bueno, a lo mejor me compro una.
– Humm.
El horizonte estaba bañado en una fétida calma.
– ¿Algún otro consejo? – preguntó Arthur – ¿Que no tenga que ver con bienes raíces?
– Una casa en la playa es algo más que eso. Es un bien espiritual – aseguró el anciano, volviéndose para mirar a Arthur.
Extrañamente, el rostro de aquel hombre sólo estaba ahora a sesenta centímetros de distancia. En cierto modo, presentaba una forma enteramente normal, pero su cuerpo estaba sentado con las piernas cruzadas sobre un poste a doce metros de distancia mientras que su rostro parecía estar a sesenta centímetros de la cara de Arthur. Sin mover la cabeza ni hacer nada raro, se puso en pie y pasó a la punta de otro poste. O sólo era efecto del calor, pensó Arthur, o el espacio era una dimensión diferente para él.
– Una casa en la playa no tiene por qué estar necesariamente en la playa. Aunque las mejores sí lo están – sentenció el anciano, que añadió -: A todos nos gusta emplazarnos en condiciones límite.
– ¿De veras?
– Donde la tierra se une al agua. Donde la tierra se funde con el aire. Donde el cuerpo se disuelve en la mente. Donde el espacio se convierte en tiempo. Nos gusta estar en un lado y mirar al otro.
— Extracto de Fundamentalmente Inofensiva de Douglas Adams