Y al octavo día el hombre creó a Dios
noviembre 3, 2011 Publicado en Arte Lifestyle Punto de VistaEn el interior de los Grises Feudos Vinculantes de Saxaquine se encuentra la estrella Zarss, en torno a cuya órbita gira el planeta Preliumtarn, donde está la tierra de Sevorbeupstry, y allí fue donde Arthur y Fenchurch llegaron al fin, un poco cansados del viaje.
Y en el país de Sevorbeupstry llegaron a la Gran Llanura Roja de Rars, que limita al sur con la sierra de Quentulus Quazgar, en cuyo extremo más apartado, según las últimas palabras de Prak, encontrarían el Mensaje Final de Dios a Su Creación escrito en letras de nueve metros de altura.
Según Prak, si es que la memoria de Arthur le hacía justicia, el lugar estaba guardado por el Lajestic Vantrashell de Lob, lo que, en cierto modo, resultó ser así. Era un hombrecillo con un extraño sombrero que les vendió una entrada.
– Sigan a la izquierda, por favor, sigan a la izquierda – les dijo, pasando deprisa delante de ellos con un pequeño scooter.
Comprendieron que no eran los primeros en hollar aquel camino, pues el sendero que conducía a la izquierda de la Gran Llanura estaba muy gastado y salpicado de casetas. En una compraron una caja de dulces horneados en una cueva de la montaña alimentada por el fuego de las letras que formaban el Mensaje Final de Dios a Su Creación. En otra compraron unas postales. Las letras se habían oscurecido con un aerógrafo «¡para no estropear la Gran Sorpresa!», según se afirmaba en el reverso.
– ¿Sabe usted qué dice el Mensaje? – preguntaron a la marchita anciana de la caseta.
– ¡Pues claro! – trinó alegremente la anciana -. ¡No faltaba más!
Les hizo señas de que siguieran.
Cada treinta y cinco kilómetros más o menos había una pequeña cabaña de piedra con duchas e instalaciones sanitarias, pero el camino era duro y el sol pegaba fuerte en la Gran Llanura Roja, de la que se levantaban ondas de calor.
– ¿Se pueden alquilar unos de esos pequeños scooters? – preguntó Arthur en una de las casetas más grandes -. Como la que tiene Lajestic Ventraloquesea.
– Los scooters no son para los devotos – dijo la menuda señora que atendía el puesto de helados.
– Bueno, entonces es muy fácil – repuso Fenchurch -. Nosotros no somos muy devotos. Sólo nos interesa ver.
– En ese caso, deben dar la vuelta ahora – replicó severa la menuda señora.
Cuando dudaron, les vendió un par de sombreros del Mensaje Final y una instantánea que les habían hecho estrechamente abrazados en la Gran Llanura Roja de Rars.
Bebieron unos refrescos a la sombra de la caseta y luego prosiguieron la penosa marcha bajo el sol.
– Quedan pocos puestos de helados – observó Fenchurch tras unos cuantos kilómetros más -. Podemos seguir hasta la siguiente caseta, o volver a la anterior, que está más cerca; pero eso significa que tendremos que volver a recorrer el mismo camino.
Observaron la distante mancha negra que parpadeaba en la colina; miraron a su espalda. Decidieron seguir adelante.
Entonces descubrieron que no sólo no eran los primeros que hollaban aquel camino, sino que no eran los únicos que lo hacían.
Un poco más adelante una figura de andares torpes se arrastraba miserablemente por el camino, tambaleándose, medio cojeando, casi reptando.
Avanzaba tan despacio que no tardaron mucho en alcanzar a la criatura, que era de metal gastado, abollado y retorcido.
Les gruñó cuando se aproximaban, derrumbándose en el seco polvo ardiente.
– Tanto tiempo – gimió – tanto tiempo. Y dolor también, tanta pena, y tanto tiempo para sufrirlo. Quizá pudiese aguantar uno u otra, aparte. Pero ambas cosas a la vez, me matan. ¡Vaya, tú otra vez! ¡Hola!
– ¿Marvin? – dijo bruscamente Arthur, agachándose a su lado -. ¿Eres tú?
– Tú siempre tenías una pregunta superinteligente que hacer, ¿verdad? – gimió la vieja armadura del robot.
– ¿Qué es esto? – murmuró alarmada Fenchurch, agachándose detrás de Arthur y asiéndole del brazo.
– Es una especie de viejo amigo – contestó Arthur -. Yo…
– ¡Amigo! – graznó miserablemente el robot.
La palabra se perdió en una especie de crujido, y flecos de óxido cayeron de su boca.
– Tendrás que disculparme mientras intento recordar el significado de esa palabra. Mis bancos de memoria ya no son lo que eran, ¿sabes?, y toda palabra que cae en desuso durante algunos millones de años tiene que trasladarse al soporte auxiliar de memoria. ¡Ah, ya viene!
La baqueteada cabeza del robot se elevó un poco, bruscamente, como si recordara.
– Hummm, qué concepto tan extraño.
Meditó un poco más.
– No – dijo al fin -. Me parece que nunca me he topado con ninguno. Lo siento, en eso no puedo ayudarte.
Se arañó patéticamente una rodilla en el polvo y luego trató de volverse apoyándose en sus deteriorados codos.
– ¿Hay, quizá, algún último servicio que pueda prestarte? – inquirió con una especie de hueco castañeteo -. ¿Un trozo de papel que quisieras que recogiera por ti? ¿O quizá abrir una puerta?
Alzó la cabeza, que rechinó en los oxidados cojines del cuello, y pareció escrutar el lejano horizonte.
– De momento no parece que haya puertas cercanas, pero estoy seguro de que si esperamos lo suficiente, terminarán poniendo alguna – anunció girando despacio la cabeza para ver a Arthur -. Podría abrirla para ti. Estoy muy acostumbrado a servir, ¿sabes?
– ¿Qué le has hecho a esta pobre criatura, Arthur? – le susurró bruscamente Fenchurch al oído.
– Nada, siempre está así… – Insistió Arthur con tristeza.
– ¡Ja! – soltó Marvin, que repitió -: ¡ja! ¿Qué sabes tú de «siempre»? ¿Me dices «siempre» a mí, que, debido a los estúpidos recaditos que las formas de vida orgánica como tú me mandáis hacer a través del tiempo, soy treinta y siete veces más viejo que el Universo mismo? Elige tus palabras con un poco más de tacto y cuidado.
Tosió con un chirrido áspero y prosiguió:
– Olvídame, sigue adelante y deja que siga penosamente mi camino. Por fin ya casi ha llegado mi hora. Mi carrera llega a su meta. Espero – añadió, agitando débilmente un dedo roto – llegar el último. Sería lo adecuado. Aquí me tienes, con un cerebro del tamaño de…
Entre los dos le incorporaron a pesar de sus débiles protestas e insultos. El metal estaba tan caliente que casi se quemaron los dedos, pero el robot pesaba sorprendentemente poco, y renqueaba fláccido entre sus brazos.
Lo llevaron por el camino que se extendía a la izquierda de la Gran Llanura Roja de Rars hacia la sierra circular de Quentulus Quazgar.
Arthur pretendió dar explicaciones a Fenchurch, pero los dolientes desvaríos cibernéticos de Marvin se lo impidieron.
Intentaron ver si en una de las casetas había alguna pieza de repuesto y aceite suavizante, pero Marvin se negó.
– Todo yo soy piezas de repuesto – repetía monótonamente. – ¡Dejadme en paz! – gimió.
– Cada parte de mí – se lamentó – se ha reemplazado por lo menos cincuenta veces… salvo… – Por un momento pareció animarse de manera casi imperceptible. Su cabeza oscilaba entre los dos con el esfuerzo que hacía por recordar. Al fin dijo a Arthur -: ¿Recuerdas la vez que me conociste? Me habían encomendado la extenuante tarea intelectual de subirte al puente. Te mencioné que me dolían terriblemente todos los diodos del lado izquierdo. Y te dije que había pedido que me pusieran otros pero nunca lo hicieron.
Hizo una larga pausa antes de proseguir. Lo llevaban entre los dos, bajo el sol achicharrante que parecía que nunca iba a moverse, ni mucho menos, a ponerse.
– A ver si adivinas qué partes de mí no se han reemplazado nunca – desafió Marvin cuando consideró que la pausa ya había sido lo suficientemente embarazoso -. Vamos, a ver si lo adivinas. – ¡Ufff! – añadió -. ¡Uf, uf, uf, uf, uf!
Finalmente llegaron a la última caseta, sentaron a Marvin entre los dos y descansaron a la sombra. Fenchurch compró unos gemelos para Russell con incrustaciones de guijarros pulidos de la sierra de Quentulus Quazgar, recogidos justo debajo de las letras de fuego en que estaba escrito el Mensaje Final de Dios a Su Creación.
Arthur hojeó una pequeña hilera de folletos religiosos que había en el mostrador: breves meditaciones sobre el significado del Mensaje.
– ¿Lista? – preguntó a Fenchurch, que asintió.
Levantaron a Marvin entre los dos.
Rodearon el pie de la sierra de Quentulus Quazgar, y a lo largo del pico de una montaña vieron el Mensaje escrito con letras llameantes. Había un pequeño puesto de observación con una barandilla que cercaba la gran roca delantera, desde donde se divisaba un buen panorama. Había un pequeño telescopio de monedas para ver el Mensaje con detalle, pero nadie lo utilizaba porque las letras ardían con el divino brillo de los cielos y, si se veían con un telescopio, dañaban gravemente la retina y el nervio óptico.
Contemplaron maravillados el Mensaje Final de Dios, y poco a poco, inefablemente, recibieron una inmensa sensación de paz y de absoluto y definitivo conocimiento.
– Sí – dijo Fenchurch, suspirando -. Era eso.
Llevaban contemplándolo durante diez minutos enteros cuando se dieron cuenta de que Marvin, derrumbado entre sus hombros, tenía problemas. El robot ya no podía levantar la cabeza, no había leído el Mensaje. Le incorporaron, pero se quejó de que sus circuitos de visión habían dejado de funcionar casi por completo.
Encontraron una moneda y le ayudaron a llegar al telescopio. Se lamentó y les insultó, pero le ayudaron a ver las letras, una a una. La primera era una «n», la segunda y la tercera una «o» y una «s». Luego había un hueco. Después venían una «e», una «x», una «c», una «u» y una «s».
Marvin hizo una pausa para descansar.
Tras unos momentos prosiguió y leyó la «a», la «m», la «o» y la «s».
Las dos palabras siguientes eran «por» y «todas». La última era más larga, y Marvin necesitó descansar de nuevo antes de enfrentarse con ella.
Empezaba con «I», y seguía con «a» y «s». A continuación venía «m» y «o», seguidas de «I» y «e», y luego una «s».
Tras una pausa final, Marvin hizo acopio de fuerzas para el último tramo.
Leyó la «t», la «i», la «a» y, por último, la «s», antes de derrumbarse otra vez en brazos de Arthur y Fenchurch.
– Creo – Murmuró al fin, con una voz que le salía de su corroído y rechinante tórax -, que esto me ha sentado muy bien.
Las luces de sus ojos se apagaron definitivamente y por última vez, para siempre.
Afortunadamente, cerca había una caseta donde unos individuos con alas verdes alquilaban scooters.
Nos excusamos por todas las molestias.
— Extracto de Hasta luego y gracias por el pescado de Douglas Adams