Un atardecer en el Cabo de la Vela

marzo 6, 2008 • Publicado en Viajes
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Seguimos por lo menos una hora más hasta encontrar un cruce a la izquierda que indicaba la ruta hacia el Cabo, giramos y con solo unos cuantos metros dentro del desierto el paisaje cambió drásticamente. En la vía paralela al tren la vegetación estaba compuesta principalmente por arbustos, pero por donde ahora viajábamos lo más común eran los cactus. Además los caminos eran marcas en el piso que daban aveces vueltas extrañas para bordear un tramo de la que se supone es la vía.

Decidimos ir preguntando a los niños que encontrábamos si estábamos en la vía correcta hacia el Cabo, pero la única respuesta que recibíamos a cambio del saludo era una mano extendida con la palma abierta y un sonoro «mil». Parece que no hablan español y además solo contestarían después de pasarles mil pesos. Una vez pagado el importe señalaron la ruta al Cabo. Al norte de la Guajira hay que llevar muchos billetes de mil porque toda pregunta tiene costo.

Al final aquellas huellas nos llevaron al borde de una playa donde se podía ver El Cabo, y unos minutos después estábamos llegando, justo cuando el sol caía sin prisa tras el mar.

El Cabo está compuesto exclusivamente por rancherías. Muchas ofrecen alojamiento en enramada o en cabaña, y los costos varían dependiendo de si ofrece fluido eléctrico toda la noche o solo parte de ella, si ofrece agua dulce en todo momento o si solo hay en unas horas respectivas. Salimos del pueblo y llegamos hasta la ranchería Jareena, la primera que se encuentra bordeando la playa después del Cabo. Ofrecía fluido eléctrico de 5 de la tarde a 10 de la noche, agua dulce para bañarse a toda hora y se podía dormir en choza o enramada, en hamaca o chinchorro. Quien atendía el hostal no era indígena, lo que al parecer es normal teniendo en cuenta que los wayúu tienen costumbres que podrían ser entendidas por los turistas como conflictivas.

Pasamos la gasolina que traíamos de la pimpina al carro y nos acomodamos, en hamaca unos y en cabaña otros. Yo habría preferido dormir en chinchorro pero no había ninguno disponible pues todos habían sido prestados para una ceremonia, así que busqué mi cobija, la organicé sobre la hamaca y salí de la enramada.

 
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Aquella noche no había luna y el cielo estaba repleto de estrellas, pero cuando a las 10 cortaron el fluido eléctrico en todos los hostales del Cabo, el cielo se llenó de tal forma que hasta las más pequeñas estrellas podían ser apreciadas. Recostado sobre una tabla dejaba pasar el tiempo mientras extasiado contemplaba el firmamento en donde cada cuarto de hora pasaba una estrella fugaz. Cuando el sueño me venció me recosté en la hamaca que se mecía suavemente bajo el techo de la enramada, y por cuyas hendijas se colaban de vez en cuando las estrellas para hacernos compañía. Mientras tanto el viento pasaba cantando antiguas tonadas que apenas logré intuir, contaminado como estoy por una cultura que no entiende la sacra magnitud de aquel instante.

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