Páramo y La Cueva del Indio

mayo 20, 2008 • Publicado en Viajes
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Cuando entramos a la población de Páramo fuimos directamente al restaurante La Rancha. El lema del local dice que «si su paladar no goza le toca lavar la loza», y cuidado con ir a contradecir a la cocinera porque se enoja y a la mujer santandereana hay que tenerle mucho miedo. Los perros que paseaban por el local solo le obedecían a ella con cada grito que daba y nunca siquiera voltearon a mirar al hombre de la casa cuando les hablaba. También es claro que los perros no son bobos y saben muy bien quién es el que les da de comer. Un poco en broma nos explicaron que no solo los hombres le tienen miedo a la mujer santandereana, a lo que respondió la cocinera con un sonoro «no lamba».

Mientras esperábamos el almuerzo nos sirvieron guarapo en refajo, la forma perfecta de bajar la concentración de alcohol que tiene aquella bebida etílica, a la que aprendí a respetar varios años atrás mientras la sudaba con cada remada en la charca de Guarinó.

Y después llegó el almuerzo, que para mi caso era con carne oriada, un término que se me antoja muy paisa pero que también es común oír en Santander, aunque principalmente se refiere a la forma de preparación de esta carne que se aliña con dulce de panela y es puesta al humo en la noche. El resultado es una carne de un gusto muy particular y muy sabrosa.

 
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Cuando salimos del restaurante nos mostraron una vasija metálica con las famosas hormigas culonas aun vivas. Uno puede comprar las hormigas ya tostadas pero según entendí las venden vivas para que uno las frite, porque mientras más frescas son mejores.

Pasamos a la oficina de los guías para ponernos el equipo y pregunté si iríamos en carro a la cueva, pero por extraño que parezca la entrada no está tan lejos como uno podría pensar. Tres cuadras más allá estábamos justo al frente de la cueva del Indio.

El primer tramo lo hicimos en canoping para bajar hasta la entrada. En adelante fue oscuridad y murciélagos. Aveces llegábamos a recámaras con el techo perlado con gotas de agua, otras donde algunas colonias de murciélagos se agrupaban en rincones del techo, y según los desechos que se encontraran en el piso se podía saber qué tipo de murciélagos eran. Algunas plántulas sin clorofila indicaban que la recamara era de frutívoros, otras con manchas de sangre en el piso no dejaban dudas que se trataba de vampíros. Por su parte los nectarívoros y los insectívoros eran más aseados que sus primos, y no dejaban manchones de comida por el piso. Aveces escuchábamos los chillidos de los murciélagos de sueño liviano que se despertaban con nuestra presencia. En otros casos se trataban de hembras que protegían a sus crías de los ataques de los machos.

Mientras nos adentrábamos el olor a guano se hacía cada vez más fuerte y el piso empedrado también comenzaba a sentirse lamoso. Aveces entre recámaras el techo se hacía tan bajo que debíamos agacharnos y si no fuera por los cascos ese viaje habría dejado marcas. En algunas partes encontrábamos charcos de agua estancada por los que había que cruzar con el agua hasta las rodillas.

De vez en cuando parábamos para observar las colonias de murciélagos, y las estalactitas de la cueva. En todo el recorrido no vi ni una estalagmita, pero en algunas partes el techo era tan bajo que la misma estalactita tocaba el piso haciendo un pilar. En algunas de estas formaciones se podía ver una gota de agua esperando por la siguiente, mientras su carga de minerales dejaba su huella al darle forma a la estalactita, era la materialización de la paciencia en una gota de agua. Ahí comprendí que aquellos techos en algunas de las recámaras que parecen perlados son gotas que se filtran de la superficie y quedan suspendidas del techo.

En algunos tramos los charcos se van haciendo muy profundos y se deben escalar algunas paredes para bordearlos, pero el tramo más estrecho de todos se alcanza al llegar a un agujero por donde hay que arrastrarse para poder continuar con el recorrido. Del otro lado, y con laceraciones en las rodillas, se siguen bordeando los riachuelos, y poco a poco se va escuchando el sonido de una cascada lejana.

El final del recorrido se acerca, y con él se va acercando también el rugido de la caída de agua que llega de improviso, al borde de un abismo, al que le anclaron unas escaleras metálicas que llevan a la plataforma suspendida a mas de 10 metros sobre un charco, donde la opción que queda es saltar. El problema no es saltar, el problema es saltar en medio de la oscuridad, es ese ‘pequeño’ detalle el que hace que la gente se lo piense varias veces antes de dar el paso al vacío. Creo que el porrón de guarapo me sirvió mucho para perderle el miedo al salto, aunque también es cuestión de convertir nuestros miedos en temores, para hacer las cosas con prudencia pero con la certeza de que si otros lo han hecho uno también puede hacerlo. Atrás los otros tres mientras más lo pensaban más difícil se les hacía, y yo abajo en medio del charco comenzaba a sentir frío y aun no me acostumbraba al olor a guano. Después de media hora estábamos todos abajo y continuamos por el charco hasta llegar hacia la luz que nos esperaba afuera. Bendito sol, cómo te extrañé.

 
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Una vez fuera de la cueva subimos por una ladera y como si no me lo esperara me encontré con una calle del pueblo. La entrada a la cueva está a cuatro cuadras de la plaza, y su salida está a 4 cuadras en la otra dirección. Un grupo de piedras que se ven a la entrada de Páramo sirven de techo al vecino más famoso del pueblo.

4 Respuestas a “Páramo y La Cueva del Indio”

  1. EL RESTAURANTE LA RANCHA ES MUY ORIGINAL, UNICO EN SANTANDER POR SU DECORACION, LA COMIDA EXQUISITA Y SE DISFRUTA DE LA MEJOR MUSICA COLOMBIANA, ADEMAS LA ATENCION ESMUY PERSONALIZADA, NOS SENTIMOS COMO EN CASA, NO SOLO PORQUE NOS TOCA LAVAR LA LOZA SINO POR EL TRATO TAN ESPECIAL QUE RECIBI,OS DE TODO EL PERSONAL QUE ALLI LABORA, DIGNO DE LA TIRRA SANTANDEREANA.

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