Oceanía, todo para ti

diciembre 30, 2011 • Publicado en Arte• Lifestyle• Punto de Vista

Tamaru trajo una tetera cargada de infusión en una bandeja. La sirvió en dos elegantes tazas y después salió de la habitación y cerró la puerta. La señora y Aomame bebieron tranquilamente la tisana mientras escuchaban la música de Dowland y contemplaban las azaleas del jardín, que habían florecido con una explosión de color. Siempre que iba a aquel lugar, Aomame tenía la impresión de encontrarse en un mundo aparte. El ambiente eras majestuoso y el tiempo fluía de forma especial.

—Al escuchar esta música, de vez en cuando me invade una extraña emoción relativa al tiempo —dijo la anciana, como leyendo la psique de Aomame—. Se dice que hace cuatrocientos años la gente escuchaba la misma música que estamos escuchando ahora. Cuando lo piensa, ¿no tiene una sensación rara?

—Pues sí —contestó Aomame—. Pero, ahora que lo dice, la gente de hace cuatrocientos años también veía la misma Luna que nosotras.

La anciana miró a Aomame un tanto sorprendida. Luego asintió.

—Es cierto. Tienes razón. Viéndolo de esa forma, el hecho de que en un intervalo de cuatrocientos años se escuche la misma música quizá no sea tan extraño.

—Casi la misma Luna, debería decir.

Después de decir eso, Aomame miró a la anciana a la cara. Pero su enunciado1 no pareció despertar ningún interés en ella.

—La interpretación de este cedé está ejecutada con instrumentos antiguos —dijo la anciana—. Utilizaron los mismos instrumentos y la interpretación siguiendo la partitura de aquel entonces. Es decir, parece que la acústica de la música es, más o menos, la misma que la de aquella época. Igual que la Luna.

—Aunque la cosa sea la misma, supongo que la manera de entenderla ha cambiado mucho con respecto a ahora. La oscuridad nocturna de aquel entonces era más profunda y sombría, y la Luna brillaría con más fulgor, más grande. Y ni qué decir tiene que esa gente no disponía ni de discos, ni de casetes, ni de cedés. No podían permitirse escuchar a diario, cuando les viniera en gana, música tan bien ejecutada. Era algo muy especial.

—Efectivamente —reconoció la anciana—. Como vivimos en un mundo tan cómodo, nuestra sensibilidad ha languidecido. Aunque la Luna en el cielo sea la misma, nosotros tal vez veamos algo diferente. Hace cuatro siglos, seguro que hubiéramos poseído un espíritu más rico y próximo a la Naturaleza.

—Pero aquel era un mundo cruel. Más de la mitad de los niños perdían la vida antes de llegar a la edad adulta, a causa de infecciones crónicas y deficiencias nutritivas. La gente iba muriéndose como si nada por la polio, la tuberculosis, la viruela o el sarampión. Entre la plebe, no debía de haber muchos que pasaran los cuarenta años. Las mujeres daban a luz a numerosos niños, a los treinta ya se les caían los dientes y se convertían en abuelas. A menudo, para sobrevivir, la gente tenía que recurrir a la violencia. A los niños se les imponían trabajos penosos que les causaban deformaciones en los huesos, y la prostitución de niñas era algo habitual. Quizá también de niños. Mucha gente vivía al límite, en un mundo ajeno a la sensibilidad y a la riqueza espiritual. Las calles de las ciudades estaban infestadas de discapacitados, mendigos y delincuentes. Los que podían sentir emociones profundas, contemplar la Luna, admirar obras de Shakespeare y escuchar la bella música de Dowland seguramente era una pequeña porción de la gente.

La anciana sonrió.

—Eres una mujer realmente interesante.

—Soy una persona del montón. Solo que me gusta leer. Sobre todo, libros de historia —dijo Aomame.

—A mí también me gustan los libros de historia. Me enseñan que, tanto antes como ahora, seguimos siendo básicamente los mismos. Aunque la forma de vestir o de vivir se diferencie un poco, aquello en lo que pensamos y que realizamos apenas cambia. El ser humano, en resumidas cuentas, sólo es un portador de genes, no es más que una vía. Esos genes van pasando de época en época a través de nosotros, como si corrieran en caballos hasta reventarlos. Y no se pueden juzgar en términos de bueno o malo. Podemos tener suerte con ellos o no, pero de eso ellos no saben nada. Nosotros tan sólo somos un medio. Ellos únicamente tienen en cuenta lo que les resulta más eficaz para sí mismos.

—Sin embargo, nosotros sí que nos tenemos que juzgar en términos de bondad o maldad. ¿No le parece?

La anciana asintió.

—En efecto. Tenemos que juzgarnos. Pero los que rigen los fundamentos de nuestra vida son los genes. Naturalmente, ahí se produce una contradicción —dijo la anciana, y sonrió.

La conversación sobe la historia se terminó en ese punto. Ambas bebieron lo que les quedaba de infusión y pasaron al entrenamiento de artes marciales.

— Extracto de 1Q84 de Haruki Murakami

  1. Es prudente mencionar que el mundo que habitaba Aomame en este pasaje era, en cierta forma, diferente al que recordaba, y por ello hacía énfasis en algunas palabras para ver si lograba conseguir información sobre aquellos aspectos que diferían con sus recuerdos. Para el caso particular, trataba de conseguir información sobre la extraña segunda Luna que ahora iluminaba el cielo nocturno.

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