Mecánica cuántica

junio 7, 2013 • Publicado en Arte• Lifestyle• Punto de Vista

Al otro lado de la puerta había una especie de sala de visitas. Con un tresillo de cuero de apariencia confortable y, al lado, un perchero de madera y una lámpara de pie de estilo antiguo. En la pared del fondo se veía una puerta que debía de conducir a la habitación contigua. Junto a la puerta había un sencillo escritorio de roble arrimado a la pared. Sobre el escritorio, un ordenador grande. Delante del sofá, una mesa tan pequeña que apenas permitía depositar encima un listín de teléfonos. Por el suelo se extendía una alfombra de un color verde claro cuya tonalidad era muy agradable. Sonaba, a bajo volumen, un cuarteto de Haydn. En las paredes había colgados elegantes aguafuertes de flores y pájaros. La habitación estaba muy ordenada y, a simple vista, se veía limpia. En unas estanterías empotradas se alineaban muestrarios de telas y revistas de moda. Los muebles no eran ni lujosos ni nuevos, pero, apropiadamente envejecidos como estaban, tenían una calidez tranquilizadora.

El hombre me condujo al sofá y me hizo sentar, él tomó asiento detrás del escritorio. Abrió ambas manos y me mostró las palmas indicándome que aguardara. Esbozó una sonrisa para expresar «lo siento» y levantó un dedo en vez de decir «no tardará mucho». Parecía que podía transmitir a su interlocutor lo que quisiera aunque no usara palabras. Asentí con un movimiento de cabeza para mostrarle que lo había entendido. Me daba la sensación de que era vulgar e impropio hablar ante él.

El joven tomó cuidadosamente el libro que estaba junto al ordenador, como si sujetara un objeto frágil, y lo abrió por la página que estaba leyendo. Era un libro grueso y muy negro. Como no llevaba cubierta no podía saber el título, pero desde el instante en que lo abrió, quedó absorto en su lectura. Parecía haber olvidado por completo que yo estaba delante. También a mí me apetecía leer algo para matar el tiempo, pero no había nada. Me conformé con escuchar la música de Haydn (aunque dudaría si me preguntaran si realmente era Haydn) arrellanado contra el respaldo del sofá y con las piernas cruzadas. Era una música que daba la sensación de ser absorbida en el aire y desaparecer conforme sonaba, pero no me desagradaba. En la mesa, aparte del ordenador, había un teléfono negro normal, una bandeja para los lápices y un calendario de mesa.

Yo llevaba ropa parecida a la del día anterior: chaqueta de béisbol, parca, pantalones tejanos, zapatillas de tenis. De hecho me había puesto lo primero que había encontrado. Pero allí, frente a ese joven guapo y aseado en aquella habitación limpia, mis zapatillas de tenis se veían demasiado sucias y gastadas. No, no sólo lo parecían. Realmente estaban sucias y gastadas. Los talones gastados, el color había mudado a gris, incluso tenían un agujero en un costado. Las zapatillas estaban impregnadas, fatalmente, de mis vivencias. En realidad, durante aquel último año las había llevado cada día. Con aquellas zapatillas había saltado el muro de la parte posterior de mi casa, había cruzado el callejón pisando excrementos de animales e incluso me había metido en el pozo. No era extraño que estuvieran sucias y gastadas. Pensándolo bien, no había vuelto a fijarme en qué zapatos me ponía desde que había dejado el trabajo. Pero ahora, al mirarlas, tuve conciencia vívida de lo solo que me había quedado, de lo apartado que estaba del resto del mundo. Pensé que había llegado el momento de comprarme un par de zapatos nuevos. Estaban hechas un asco.

— Extracto de Crónica del pájaro que da cuerda al mundo de Haruki Murakami

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