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septiembre 15, 2014 • Publicado en Arte• Lifestyle• Punto de Vista

Poco tiempo después —era una tarde especialmente calurosa— Momo encontró una muñeca en las escaleras laterales del anfiteatro.

Ya había pasado varias veces que los niños olvidaban y dejaban tirado alguno de aquellos juguetes caros, con los que no se podía jugar de verdad. Pero Momo no recordaba haber visto esa muñeca a ninguno de los niños. Y seguro que se hubiera fijado, porque era una muñeca muy especial.

Era casi tan grande como la propia Momo y reproducida con tal verismo, que se la hubiera tomado por una persona pequeña. Pero no parecía un niño o un bebé, sino una damisela elegante o un maniquí de escaparate. Llevaba un vestido rojo de falda corta y zapatitos de tacón.

Momo la miraba fascinada. Cuando al cabo de un rato la tocó con la mano, la muñeca agitó un par de veces los párpados, movió la boca y dijo con voz rara, como si saliera de un teléfono:

—Hola. Soy Bebenín, la muñeca perfecta.

Momo se retiró asustada, pero entonces contestó, casi sin querer.

—Hola; yo soy Momo.

De nuevo, la muñeca movió los labios y dijo:

—Te pertenezco. Por eso te envidian todos.
—No creo que seas mía —dijo Momo—. Más bien creo que alguien te habrá olvidado.

Tomó la muñeca y la levantó. Entonces se movieron de nuevo sus labios y dijo:

—Quiero tener más cosas.
—¿Ah, sí? —contestó Momo, y reflexionó—. No sé si tendré algo que te vaya bien. Pero espera, que te enseñaré mis cosas y podrás decir qué te gusta.

Tomó la muñeca y pasó con ella por el agujero de la pared hasta su habitación. De debajo de la cama sacó una caja con toda suerte de tesoros y la puso delante de Bebenín.

—Toma —dijo—, es todo lo que tengo. Si hay algo que te gusta, no tienes más que decirlo.
Y le enseñó una bonita pluma de pájaro, una piedra de muchos colores, un botón dorado y un trocito de vidrio de color.

La muñeca no dijo nada y Momo la empujó.

—Hola —sonó la muñeca—. Soy Bebenín, la muñeca perfecta.
—Sí —dijo Momo—, ya lo sé. Pero querías escoger algo. Aquí tengo una bonita casa de caracol. ¿Te gusta?
—Te pertenezco —contestó la muñeca—. Por eso te envidian todos.
—Eso ya lo has dicho —dijo Momo—. Si no quieres ninguna de mis cosas, podríamos jugar, ¿vale?
—Quiero tener más cosas —repitió la muñeca.
—No tengo nada más —dijo Momo.

Tomó la muñeca y volvió a salir al aire libre. Allí sentó a la perfecta Bebenín en el suelo y se colocó enfrente.

—Vamos a jugar a que vienes de visita —propuso Momo.
—Hola —dijo la muñeca—, soy Bebenín, la muñeca perfecta.
—Qué amable de venir a verme —contestó Momo—. ¿De dónde viene usted, señora mía?
—Te pertenezco —prosiguió Bebenín—. Por eso te envidian todos.
—Escucha —dijo Momo—, así no podemos jugar, si siempre dices lo mismo.
—Quiero tener más cosas —contestó la muñeca, mientras pestañeaba.

Momo lo intentó con otro juego, y cuando éste también fracasó, con otro, y otro, y otro más. Pero no salía bien. Si la muñeca por lo menos no hubiera dicho nada, Momo habría podido contestar por ella, y habría resultado la conversación más bonita. Pero precisamente por hablar, Bebenín impedía cualquier diálogo.

Al cabo de un rato, Momo tuvo una sensación que no había sentido nunca antes. Y porque le era completamente nueva, tardó en darse cuenta de que era aburrimiento.

— Extracto de «Momo» de Michael Ende.

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