Cuando nuestro tiempo no es nuestro

octubre 21, 2009 • Publicado en Arte• Punto de Vista

Uno de los aspectos que más me ha fascinado de la inteligencia es la capacidad que tiene para crear relaciones entre situaciones en apariencia inconexas.

Alguna película nos evoca un reportaje que leímos en el periódico hace poco, la lectura hace referencia a un largometraje que vimos varios años atrás y ahora en un segundo toma un nuevo significado al analizarlo desde una nueva perspectiva. De paso otra película de cinearte explica con claridad por qué las percepciones de una misma obra parecen cambiar con el tiempo, generando una relación temática con varios de los aspectos del reportaje aunque no exista una mención directa, haciendo que recordemos un pasaje de un libro que le da sentido a la película que desencadenó todo. La frase central de la película de cinearte parece vincular las piezas regadas por todo aquel rompecabezas aun sin armar, evocando un recuerdo que remite a donde comenzaron las conexiones. Al final todo encaja en lo que parecía un rompecabezas sin sentido y que ahora le da claridad a nuestras ideas.

Para la mayoría de los seres humanos estas cosas ocurren porque, según ellos, en ciertas épocas de la vida alguien (en mayúsculas para algunos) o algo tiene un plan para nosotros y trata de enseñarnos algo, o porque las estrellas están en una disposición específica, o los ángeles están hablando en tonos de un color en particular, o la providencia así decidió nuestro destino. Para mi esto ocurre porque la naturaleza del cerebro tiene un gusto particular por las ideas obsesivas, y disfruta dándoles vueltas en el laboratorio de la cotidianidad hasta encontrarles algún significado concreto o hasta desistir en la labor.

La historia de las conexiones que obsesionan mi cerebro por estos días inicia con mi paso por las poblaciones del litoral colombiano. Desde el día en que concluí aquel periplo, hará un par de semanas, he pensado mucho en la paz espiritual que uno siente al sostener una charla sincera y franca con los habitantes de las playas. Ahora las piezas de estos pensamientos se han agrupado poco a poco hasta formar una opinión personal de aquel rompecabezas.

La pieza que unió todas las demás la encontré en Distrito 9, de Neill Blomkamp. La película es en sí misma un rompecabezas. Casi todas las piezas del largometraje son desagradables, estresantes, confusas e irónicas, pero al final el conjunto forma un cuadro hermoso sobre lo que entendemos por humanidad. El mensaje más fuerte de la película explora el hecho de que a pesar de ir perdiendo poco a poco sus facciones humanas, el protagonista con cada momento que pasa en su metamorfosis pareciera ser más humano en su forma de actuar, mientras que el alienígena siempre demostró ser compasivo, leal y sincero. Aquella criatura que para nuestros cánones de belleza es desagradable tenía más valor como ser sensible que el humano con su tranquilizadora apariencia familiar.

La percepción de la belleza alienígena creó la siguiente conexión. La película La elegida de Isabel Coixet, tiene por eje introductorio y conectivo entre el principio de la historia y el final de la trama, el que la belleza está en el ojo de quien observa; la subjetividad que siempre lleva a discutir sobre el valor artístico de una obra. La apariencia perturbadora del alienígena de Distrito 9 deja en claro que la mayoría de los cánones de belleza no son sino conceptos personales y culturales. Y sin embargo podemos encontrar belleza en conceptos comunes a todos. La belleza del alienígena superaba a la del humano. Seguro que entienden a qué me refiero.

La otra conexión que previamente había desarrollado y que guardaba en un rincón del rompecabezas esperando por encontrar su sitio tiene como eje central el artículo ganador del premio Pulitzer de 2008, Perlas antes del desayuno, el experimento social que Gene Weingarten llevó a cabo con un violinista de talla mundial en la estación de L’Enfant Plaza del metro de Washington, dejando al descubierto aspectos terribles de la condición humana en la era contemporánea. ¿Acaso nadie percibió que algo hermoso estaba pasando aquella mañana en la estación? La belleza del arte interpretado por el violinista es común a todos, tanto así que el mesero de uno de los cafés se refería al músico como un verdadero profesional, un artista que siente la música mientras la interpreta. Y además porque solo por esta única vez la limpiadora de zapatos no llamó al servicio de seguridad de la estación, lo que siempre hace cuando un músico se atreve a perturbar el espacio auditivo entre sus clientes y ella.

Otro aspecto interesante del artículo era la forma en que los niños notaban de inmediato que aquello que estaba pasando en la estación era hermoso, y la forma criminal – si cabe la expresión – en que sus padres los apartaban de aquella hermosa realidad, miedosos como estaban por alejarse unos minutos de su cotidiana rutina. Eran los padres quienes iban de prisa, mientras los niños habrían preferido tomarse su tiempo escuchando al violinista.

El Stradivarius sonaba angelical en manos de aquel virtuoso, quien por lo general gana miles de dólares por minuto con su talento, y aun así nadie parecía notarlo esa mañana en la estación del metro. ¿Acaso eso hacía menos bello lo que estaba pasando? ¿O será acaso que la belleza sí requiere de un lugar especial para ser percibida? El hecho de que personas del común – el mesero y la limpiadora de zapatos – lo presintieran al tener que forzosamente sacar tiempo para escuchar al violinista, y que niños sin formación musical previa se maravillaran al instante con aquel bello espectáculo, es señal de que el espacio no es del todo necesario. La belleza universal nos toca a todos si estamos dispuestos a sentirla. Debe ser algo aterrador lo que nos está pasando para que cosas así parezcan invisibles a nuestros sentidos. La mayoría de las personas solo parecen dispuestas a tratar de experimentar la belleza cuando un cartel lo remarca como un objeto galardonado, su precio lo hace inalcanzable, es recomendación de un amigo o un crítico, o porque transmite nuestras propias creencias.

La lista de las pocas personas que alcanzaron a sentir que algo hermoso estaba sucediendo aquel día en L’Enfant Plaza se componía también por una demógrafa que reconoció al artista, lo había visto hacía pocos días en un concierto en la Librería del Congreso, y un administrador que en su infancia asistió a clases de violín. En cierto sentido ellos se detuvieron porque existía una situación previa que modificaba su percepción. De seguro yo también me habría detenido a escuchar al violinista de la estación de L’Enfant Plaza, aun sin reconocerlo, porque he estado en contacto con la música toda mi vida, pero de haberse tratado de Marcel Marceau haciendo de mimo callejero lo más probables es que no me habría detenido. Para mi el famoso mimo francés era un genio, pero no me gustan los mimos callejeros, así que de seguro las cosas habrían sido tal cual las descritas en el artículo. No hay duda, la belleza está en el ojo – o el oído – de quien observa. Tal vez fue el precio de la boleta y la fama que le precedía lo que me amarró al asiento por el tiempo que fuera necesario mientras veía a Marcel Marceau hacer arte.

La referencia que hacía el reportaje del violinista a la película Koyaanisqatsi, de Godfrey Reggio, creó la otra conexión. La sola mención me llevó a releer mis memorias, y como era de esperarse el Koyaanisqatsi de hace unos años lo percibí desde otra óptica. David Kepesh lo deja claro en su discurso catedrático en los primeros minutos de La elegida, es el observador quien crea conclusiones, y como el cambio es una constante en todos nosotros, con el tiempo nuestras conclusiones también cambiarán. El tema central de Koyaanisqatsi sigue siendo el mismo, y si en ese entonces la analizaba desde la rutina de la vida – tema que me obsesionaba en aquellos días -, ahora con mi cerebro dedicado a otro tema he modificado un poco la percepción inicial, y esta vez mi análisis se enfocó más en la pérdida de balance. ¿Qué es lo que nos lleva fuera de balance hasta el punto de pasar por alto la belleza, perdiendo la capacidad de asombro y la poca humanidad que aun nos queda? “Que hay con esta vida si, llena de cuidados, no tenemos tiempo para detenernos y contemplar” (W.H. Davies).

Tomaré prestadas algunas palabras del Pulitzer de 2008.

“Esto se trata de tener las prioridades equivocadas” (John Lane). Si no podemos sacar tiempo de nuestras vidas para quedarnos un momento escuchando a uno de los mejores músicos del planeta tocando algunas de las mejores obras compuestas jamás; si la carrera de la vida moderna nos supera hasta el punto de ser sordos y ciegos a algo como esto – ¿qué más nos estaremos perdiendo?

Desde mi perspectiva, he llegado a concluir que el problema se presentó cuando nuestro tiempo se lo entregamos a nuestras obligaciones. Este tema lo he visto en libros como Momo de Michel Ende, películas como Koyaanisqatsi, y hasta en discusiones comparativas sobre la calidad de vida en ciudades grandes y pequeñas. No es algo que llegó recientemente a alterar nuestras vidas, es un asunto que ya lleva tiempo entre nosotros.

La siguiente conexión que mi cerebro creó con Distrito 9 la relacionaba con uno de los capítulos mas emotivos de Las cartas de Escrutopio, de C. S. Lewis. El demonio aprendiz mostraba su alegría ante el inicio de la guerra y la desesperanza de su cliente. Su tío amablemente le recordó que una de las mayores desgracias que le puede suceder a un demonio en su trabajo es que su paciente quede inmerso en una guerra, porque en las dificultades los hombres descubren forzosamente los valores más profundos de la condición humana. Uno percibe que el proceso deshumanizador del protagonista de Distrito 9 se relaciona con su vida rutinaria, y que al perder esa seguridad protectora vuelve a encontrar su humanismo perdido. A su demonio ya no le va a quedar tan fácil el trabajo.

Algunos comentan que Distrito 9 deja al espectador a la espera de una segunda parte. En mi opinión no la necesita porque es una obra de arte que deja tácito el significado de la compasión entre seres inteligentes. Si la compasión fuese un indicador de la inteligencia de una especie, estamos en problemas. Al parecer la hemos perdido por la vida rutinaria, segura y corporativa. Hemos olvidado la belleza de la cotidianidad por una vida apresurada, en donde hasta el tiempo hemos perdido. Lo que llamamos orgullosamente nuestro tiempo ya no parece ser de nuestra propiedad.

Y acá es donde todo vuelve al principio. La paz espiritual que presentí en los rostros de los habitantes de las playas se debe a la forma particular en que el tiempo discurre en estas tierras. En el litoral colombiano el tiempo no se afana, y acelerarlo sería sacrílego. Los habitantes de las playas tienen tiempo para detenerse y contemplar.

Un comentario a “Cuando nuestro tiempo no es nuestro”

  1. Súper… me gusta tu reflexión! Detenerse, contemplar y conectarse con la belleza, el milagro y el poder del ahora. Creo que es Anais Nin quien dice que «no vemos las cosas como son, sino como somos», por tanto debemos primero detenernos a contamplar el milagro que llena de poder nuestro interior a cada segundo. Un abrazo!

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