Casi el fin del mundo
agosto 5, 2011 Publicado en Arte Lifestyle Punto de Vista—Escucha —dijo—. Imagínate un sábado por la mañana, tarde, hace cuatro semanas; las mujeres y los niños con los ojos clavados en los payasos y magos de la TV. En los institutos de belleza, las mujeres con los ojos clavados en la moda de la TV. En las peluquerías y ferreterías, los hombres con los ojos clavados en un partido de béisbol o una partida de pesca. Todos, en todo el mundo civilizado, clavando los ojos. Ni un sonido, ni un movimiento, salvo en las pequeñas pantallas blancas y negras. Y entonces, en medio de todas esas miradas fijas… —Antonelli se detuvo para levantar una punta del paño ardiente.— Las manchas del sol —dijo.
Willy se puso rígido.
—Las manchas del sol más grandes de la historia de los mortales —continuó Antonelli—. Todo el mundo inundado por la electricidad. Las manchas limpiaron las pantallas de TV, las dejaron sin nada, y desde entonces, nada y nada.
La voz de Antonelli era remota como la de un hombre que describe un paisaje ártico. Cubrió de espuma la cara de Willy sin mirar lo que hacía. Willy espió en el otro extremo del cuarto la nieve blanda que caía en la pantalla y zumbaba en un eterno invierno. Casi alcanzaba a oír un golpeteo de patas de conejo en todos los corazones de la peluquería.
Antonelli continuó su oración fúnebre.
—Nos llevó todo aquel primer día comprender lo que había ocurrido. Dos horas después de aquella primera tormenta provocada por las manchas solares, todos los técnicos de televisión de los Estados Unidos estaban en la calle. Cada uno pensaba que era sólo su propio aparato. Como las radios también estaban estropeadas, sólo esa noche, cuando los vendedores de diarios vocearon los titulares por las calles, como en los viejos tiempos, nos enteramos al fin. Las manchas solares quizá siguieran… ¡por el resto de nuestras vidas!
Los parroquianos murmuraron.
La mano de Antonelli que sostenía la navaja tembló. Tuvo que esperar.
—Todo ese vacío, toda esa cosa hueca que caía y caía en el interior de nuestros televisores; oh, sé por qué te lo digo, les ponía a todos los nervios de punta. Era como un buen amigo que te habla en la habitación principal de la casa y de pronto calla y se queda allí, pálido, y tú sabes que está muerto y tú también empiezas a enfriarte. Esa primera noche todos corrieron a las salas de cine de la ciudad. Las películas no eran gran cosa, pero fue como un Gran Baile de Fantasía hasta medianoche. Los bares sirvieron doscientas sodas con vainilla, trescientas con chocolate, aquella primera noche de la Calamidad. Pero uno no puede pasarse todas las noches en el cine y el bar. ¿Entonces qué? ¿Telefonear a los parientes para una partida de canasta o de ludo?
—Es como para perder la cabeza —observó Willy.
—Claro, pero la gente tenía que salir de las casas embrujadas. Andar por los pasillos de tu casa era como pasar silbando junto a un cementerio. Todo ese silencio …
Willy se incorporó un poco. —Hablando de silencio …
—La tercera noche —dijo Antonelli rápidamente—, todavía estábamos conmocionados. Nos salvó de la locura total una mujer. En alguna parte de esta ciudad esa mujer salió de su casa y volvió un minuto después. En una mano tenía un pincel. Y en la otra …
—Un balde de pintura —dijo Willy.
Al ver lo bien que había entendido, todo el mundo sonrió.
—Si los psicólogos acuñaran medallas de oro, tendrían que darle una a aquella mujer y a todas las mujeres de todos los pueblos y ciudades, pues ellas salvaron al mundo. Esas mujeres que iban de un lado a otro en las tinieblas y nos trajeron la cura milagrosa.
Sí, pensó Willy. Allí estaban los padres de mirada torva y los hijos malhumorados hundidos junto a los televisores muertos, esperando a que los condenados aparatos empezaran a gritar Pelota Afuera o Gol hasta que al fin dejaron el velatorio y allí en la penumbra vieron a las formidables mujeres, resueltas y dignas, que esperaban con los pinceles y la pintura. Y una luz gloriosa les encendió las mejillas y los ojos…
—¡Dios mío, se extendió como un incendio! —dijo Antonelli—. De casa en casa, de ciudad en ciudad. La locura de los rompecabezas en 1932, la locura del yoyó en 1928 no fueron nada comparados con la Locura deTodo el Mundo Haciendo Algo que corrió por esta ciudad para hacerla añicos y pegar los pedazos de nuevo. En todas partes los hombres cubrieron de pintura todo lo que se quedaba quieto diez segundos; en todas partes los hombres trepaban a los campanarios, cabalgaban las cercas, se cayeron de centenares de escaleras y tejados. Las mujeres pintaban aparadores, armarios; los chicos pintaron juguetes de lata, carritos, cometas. De no haber estado ocupados, se podía haber construido una muralla alrededor de esta ciudad, rebautizándola «Arroyuelos Parlanchines». En todas las ciudades, en todas partes lo mismo; allí donde la gente se había olvidado de sacudir las mandíbulas, conversaban. ¡Como te digo, los hombres anduvieron dando vueltas sin sentido, alelados, hasta que las mujeres les pusieron un pincel en la mano y les señalaron la pared más próxima falta de pintura!
—Parecería que han terminado el trabajo —dijo Willy.
— Extracto de Las Maquinarias de la Alegría de Ray Bradbury