A lomo de chiva
enero 12, 2013 Publicado en ViajesEtiquetas: Antioquia Caldas Colombia Jardín Riosucio
La señorita encargada de la venta de boletas respondía sin titubeos que la chiva a Jardín estaba ya aparcada y esperando pasajeros media cuadra arriba de donde nos encontrábamos. Salí de la oficina, observé calle arriba y volví a entrar para preguntar si no estaría oculta tras aquel ruinoso bus que ocupaba el lugar donde según había entendido debía estar la chiva. La vendedora muy amablemente respondió con una amplísima sonrisa: hoy no hay escalera, hoy sale una buseta. Así aprendí que chiva es el término genérico aplicado a todo bus destartalado que ha sido acondicionado para operar las rutas que ningún pullman en su sano juicio aceptaría. Yo, en mi nulo conocimiento sobre estos menesteres, había esperado encontrar un bus sin puertas y pintado con elementos geométricos, es decir y según lo que acababa de escuchar, un bus escalera.
Recorrí a zancadas el estrecho pasillo minado con maletas, bidones y cajas sonoras, mientras hacía malabares en mi búsqueda por un puesto lo suficientemente amplio para mi y para mi maleta. Al final, la última fila pareció acomodarse no solo a mis requerimientos, sino también a los requerimientos de los demás pasajero quienes apiñaron en el puesto a mi lado toda suerte de maletas y bidones, condenándome al aislamiento total por el resto del viaje. Al fin de cuentas yo era el forastero.
Un cuarto de hora después de lo planeado el chofer espoleó aquel vetusto animal para llevarlo por la carretera que une Riosucio con Jardín, un camino que muy pronto dejaría atrás el pavimento y pasaría a resumir las limitaciones que sufren a diario los habitantes de la zona. Uno de los pasajeros dijo que la carretera estaba en buen estado, y que el chofer le había sugerido que estimaba nuestra hora de llegada en dos horas y media después de la partida. Me atreví a preguntar cuánto se demoraba el mismo viaje cuando las condiciones no eran tan buenas. Parece ser que la respuesta más acertada para esos casos es la incertidumbre total.
Cuando encontrábamos un tramo de carretera con más cascajo que piedras el chofer aceleraba hasta ganar algunos minutos de ventaja, pero aquellos tramos levantaban una nube de polvo tan fino que se colaba por entre las hendijas del piso de madera. Ahí escuché por primera vez el resoplido de algo que parecía ser una fuga en el radiador, sonido que se hacía más fuerte cada vez que el el ayudante del chofer levantaba una tapa al frente del vehículo y auscultaba la máquina para luego volver a cerrarla y dar un parte de tranquilidad, como si el estruendo no fuera suficiente para saber que algo no estaba bien. En una de esas revisiones advertí la gran cantidad de imágenes religiosas adheridas al vehículo: el parabrisas tenía dos siluetas de esas en las que la imagen de María la madre de Jesús está rodeada por una camándula, el retrovisor llevaba colgado un escapulario y adherido al espejo una imagen de la Virgen de la Macarena, patrona de los choferes, en el panel de instrumentos se veían algunas imágenes que no alcancé a distinguir salvo un crucifijo. Era obvio que la seguridad en aquel vehículo dependía del de arriba, o por lo menos eso era lo que el chofer quería creer. En algún lugar leí que por el número de imágenes religiosas en un carro se puede saber que tan osado es un conductor. Una imagen dentro del carro implica una persona religiosa, dos sería para una persona devota, y tres o más imágenes religiosas dentro de un vehículo son un signo de alerta. Ahora miraba con pánico los bidones y las maletas en medio del corredor, trataba de idear un plan de escape por si fuera necesario, y miraba la salida de emergencia a mi lado que daba la sensación de estar firmemente anclada al bus para así evitar que se cayera en medio de la trocha. Dentro de mi, la risa del Belcebú de Gurdjieff tronaba recordándome que la culpa siempre es nuestra.
Una hora después de iniciado el viaje el chofer detuvo la chiva junto al parador Peñas Blancas para tomar una taza de aguapanela, estirar las piernas y sacarnos el polvo adherido al cuerpo. Riosucio, o por lo menos un barrio en la parte alta del pueblo se veía al lado del Cerro Ingrumá. Del otro lado la parte alta de la cordillera parecía aun estar muy lejos, y en medio de los dos se levantaba, rematada con una cruz, la montaña de blancos peñascos que al parecer da nombre al lugar. Parodiando a MacHugh uno podría decir que los colonos antioqueños envueltos en su ponchos miraban al rededor y exclamaban: «Aquí me parece bien. Pongamos una cruz en ese volado».
Poco después la chiva volvía a resoplar cordillera arriba por la trocha que cada vez se hacía más intransitable, y aunque esta vez había más roca que cascajo la cantidad de polvo jamás disminuyó.
Los últimos cultivos de café y hortalizas habían desaparecido para dar paso a potreros y lomas donde al parecer alguna vez hubo bosques maderables. De vez en cuando un montón de tablas a la vera del camino describía fielmente la vocación económica de la zona, y algunos lotes con pinos jóvenes demostraban el cuidado con el que las empresas madereras llevaban los ciclos de producción. En la parte alta de la cordillera un grupo de palmas de cera sobresalía de entre todo el bosque nativo, así que volví rápido la mirada para constatar que en algunos bosques maderables también crecían palmas dispersas por toda la zona. Vaya sorpresa.
Eventualmente desaparecieron los bosques maderables y apareció el bosque nativo. Es sorprendente la capacidad que tiene la vida para colonizar cualquier espacio que tenga disponible. La paciencia y la constancia son su mayor virtud, y su tiempo es eterno si se compara con nuestra corta existencia. Flanqueado por los bosques maderables, la selva no dejaba ningún espacio sin colonizar; la madera se entretejía hasta el punto de hacer imposible cualquier intento de caminar entre el bosque. Es casi una bloque de ramas entrelazadas, cada una buscando sobresalir para conseguir un poco de sol. Pero lo más sorprendente era que encima de absolutamente casi todo, sea un árbol, una rama o un trozo de tierra, crecía musgo o liquen. Era una buena señal de la salud del ecosistema que bullía a nuestro al rededor.
Cuando por fin llegamos a la parte alta de la cordillera, un letrero informaba que estábamos acercándonos a la entrada de la Reserva Natural del Loro Orejiamarillo. Ahora todo tenía sentido. Esta especie de loro tiene una relación muy estrecha con la palma de cera, y la reserva ofrecía el espacio para que tanto loros como palmas volvieran a tener un entorno saludable en el cual coexistir. Unos kilómetros más abajo, un grupo de turistas extranjeros armados con cámaras y teleobjetivos de ensueño hacían safari fotográfico acompañados por el personal de la reserva.
Quince minutos después de la entrada a la reserva pude ver el casco urbano de Jardín, pero aun faltaría una hora más de viaje hasta llegar al pueblo. La señorita que vende los boletos en Jardín me dijo que podía ir hasta Andes y tomar una escalera hasta Jericó en un viaje de dos horas y media, pero creo que por hoy fue suficiente de trochas y caminos sin pavimentar.