Terminaban los años 1940, una década terrible para la humanidad. La segunda guerra era ya solo un mal recuerdo pero la pesadilla del conflicto permanecía fresca en la memoria colectiva y la paranoia de la guerra fría ya despuntaba en el horizonte; la muerte de Jorge Eliécer Gaitán precipitó a Colombia en los aciagos años de la violencia, otra página negra de la historia en la que disentir era causal de muerte, y las noticias de las guerrillas conservadoras y liberales corrían como un mal augurio. Tal parecía que las cosas no podían estar peor. Había que hacer algo para no hundirse en la desesperanza.

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